- La ley española deja al Gobierno la última palabra para fijar el salario mínimo
- La directiva europea de salarios mínimos refuerza el peso de patronal y sindicatos
- La Comisión exige mayor transparencia para justificar las subidas
España uno de los países de la Unión Europea que más ha subido su salario mínimo interprofesional desde 2017, después de haberlo mantenido prácticamente congelado los seis años anteriores. Esta evolución responde tanto a la coyuntura económica como a una elevada dosis de discrecionalidad política. Una nueva directiva europea impulsada por la Comisión Europea abre la puerta a cambiar esto.
La Directiva Europea sobre Salarios Mínimos Adecuados acaba de recibirla luz verde del Parlamento europeo, aunque este hito ha pasado desapercibido en medio de la polémica interna por la nueva subida que el Gobierno español prevé aprobar para ese indicador en 2023.
La razón es que el texto evita hacer recomendaciones concretas sobre las cantidades que se deben alcanzar. Ante el hecho de que no todos los miembros de la UE cuentan con un salario mínimo y entre los que sí cuentan con uno existen muchas diferencias a la hora de fijarlo, lo único que hace Bruselas es instar a que los países aprueben subidas al menos cada dos años.
Y ‘sugiere’ tener en cuenta referentes “comúnmente usados a nivel internacional” como el 50% del salario medio bruto nacional o el 60% del mediano.
Se da la circunstancia de que, según los datos de Eurostat, España ya habría cumplido el primer umbral, al menos en términos mensuales, en 2020 y 2021. Pero es que, además, el Ejecutivo de coalición se ha fijado como objetivo uno más alto: el 60% del salario medio, que es el umbral que establece la Carta Social Europea.
No es de extrañar que el gabinete de Pedro Sánchez haya aplaudido con entusiasmo una propuesta que no cuestiona sus planes salariales e incluso le permite afirmar que nuestro país va mucho más allá.
Pero cuando la propuesta se apruebe definitivamente y se transponga a nuestra legislación, sí tendrá impacto, y en profundidad, en la normativa sobre el margen que tiene el Gobierno para decidir el SMI.
Y lo hará bajo la supervisión directa de la Comisión, que cada dos años pedirá datos sobre el nivel del salario mínimo legal y la proporción de trabajadores afectados. También se reclamará una descripción pormenorizada de las variaciones y las “razones de su introducción”. Además, pedirá cuentas sobre el papel jugado tanto por los representantes de los trabajadores como de las empresas en este proceso.
Contar con empresas y sindicatos
La directiva apuesta por dinamizar e impulsar la negociación colectiva, especialmente en aquellos países en los que queda por debajo del 70%. Un objetivo complejo, sobre todo en un país como España: según los datos de personas protegidas por convenios y asalariados en la EPA el nivel medio de los últimos años en España se sitúa en el 61%. El objetivo es que este refuerzo del diálogo social se trasladará directamente a la decisión sobre el SMI, algo que no ocurre en nuestro país.
El artículo 27 del Estatuto de los Trabajadores establece que el Gobierno decidirá sobre el salario mínimo “previa consulta con las organizaciones sindicales y asociaciones empresariales más representativas”.
Pero esta consulta no equivale a una negociación sobre una decisión de “naturaleza política”, tal y como ha recordado la jurisprudencia del Tribunal Supremo en los últimos años.
Con ello, el Gobierno de turno mantiene la última palaba sobre el SMI. Puede convertirlo incluso en moneda de cambio en sus negociaciones presupuestarias con otros partidos, como ocurrió con el acuerdo entre PP y PSOE para subirlo un 8% en 2017, y en 2019 cuando PSOE y Podemos acordaron elevarlo un 22,3%. Aun a costa de ignora acuerdos anteriores con los sindicatos y la patronal.
Ahora la directiva europea exige garantizar la “participación efectiva” de los interlocutores sociales en la fijación del salario mínimo legal, en particular en lo que se refiere a la “definición de los criterios de fijación y actualización“, las variaciones y deducciones, la “participación en los órganos consultivos” y la “contribución a la recogida de datos”.
Es decir, un papel mucho más activo que el que ahora recoge la Ley. Aunque la directiva no exige un acuerdo para subir el SMI, los criterios para establecer una cuantía deben ser acordados entre todos. Además, ser transparentes tanto para los ciudadanos como para la Comisión Europea, que pedirá un informe cada dos años de estos cumplimientos.
La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, ha llegado a utilizar incluso los mismos términos que Bruselas para jactarse de que su Gobierno ha realizado “aportaciones concretas” a la directiva para “mejorar” el papel que deben desempeñar los interlocutores sociales “en todo lo que tiene que ver con la fijación y la actualización de los salarios mínimos”.
Pero esta declaración de intenciones no le ha impedido aprovechar la laxitud para aprobar dos subidas en 2021 y 2022 que dividían el Diálogo Social al contar con el rechazo frontal de la CEOE y el respaldo de los sindicatos, que se han visto acompañadas de una creciente escalada de reproches del Gobierno a los empresarios. Un escenario que, casi con toda seguridad, se agravará el año próximo.
Expertos con voz pero sin voto
Ello pese a que el Gobierno ha puesto en marcha un grupo de expertos asesores, a imagen del que existe en países como Alemania, para decidir con criterios “objetivos” una hoja de ruta de subida del SMI. Sin embargo, ni CEOE ni Cepyme forman parte de él. Sí hay representantes de los sindicatos, pero mientras estos desarrollaban su tarea estos no dejaron de convocar movilizaciones para pedir subidas incluso mayores a las finalmente propuestas.
En cualquier caso, el papel legal real de estos asesores nulo, ya que el artículo 27 no ha sido modificado. Los escenarios que plantean son solo orientaciones, dejando al Gobierno todo el poder de decisión y escasa obligación de explicarse.
Esto permite Gobierno no solo ignorar las recomendaciones de los expertos, sino incluso disolver este órgano sin consecuencias. Lo cual, dicho sea de paso, también amenaza su independencia.
Formalmente, el Ejecutivo decide en función del IPC, la productividad y la coyuntura económica, pero sin más explicaciones que la memoria económica que acompaña al decreto con el que se hace efectiva la decisión.
La Directiva no recomienda una verdadera automatización del SMI como la que existe en otros países. Aunque sí abre una la puerta a una reforma que dotará de más transparencia, y rigor, a las decisiones.
En cualquier caso, la simple transposición exige una nueva redacción para el artículo 27 del Estatuto de los Trabajadores. Aunque el Gobierno tiene dos años para hacerlo, el proceso encajaría precisamente en la “modernización” de la norma que regula las relaciones entre empleados y empleadores y que el presidente se ha comprometido reiteradamente a abordar.
Un proceso que suena muy parecido a un nuevo capítulo de la reforma laboral y que se antoja especialmente complejo, pero daría la oportunidad de blindar las futuras subidas del SMI ante los vaivenes del ciclo político.