Todo se confabula para que una subida de costes por razones políticas no ayude al propósito necesario de moderar los precios
Los datos de inflación de enero son un reflejo de numerosas fuerzas que se aúnan en una cifra que, indudablemente, no ha sido positiva. La tendencia a la contención de precios que se venía observando desde inicios de otoño se ha frenado en seco y, aunque a partir de marzo veamos caídas significativas en la interanual, podemos entender este dato como un recordatorio de que la inflación aún no ha sido vencida, a pesar de las primeras victorias.
Este recordatorio hay que lanzárselo a quienes desde el gobierno proponen medidas que pueden debilitar esta lucha. Concretamente, desde la política de rentas es necesario tener presente una enorme cautela mientras se proponen acciones de calado. La actual inflación, lo sabemos, tiene su origen en el aumento de determinados costes y, en los últimos meses y para ciertos precios como son los alimentos elaborados, otras razones exógenas. Pero la inflación, como los virus, puede mutar rápidamente hacia versiones mucho más nocivas. Lo que debemos evitar es dar opciones deliberadas que favorezcan tal mutación.
Entre muchas otras, la política de rentas tiene una enorme responsabilidad en evitar esta posible mutación. Sin embargo, y a pesar de los avisos, parece que nos empecinamos en retar a los dioses en nombre de “la gente”. Loable propósito, salvo porque el excesivo riesgo que asumimos nos puede llevar a consecuencias no esperadas ni deseadas de lo que puede ser un objetivo justo y necesario.
Hace unos días se pactó, sin el concurso de los empresarios, un aumento del SMI. Dicho aumento, hay que decirlo, ni siquiera supone recuperar el nivel que este tenía en términos reales antes de 2021. Es decir, a pesar del aumento pactado el pasado martes, la capacidad adquisitiva del SMI sigue aún por debajo de la que tenía en 2020. Podríamos argumentar, con razón, que este aumento es de justicia. No me atrevería a negarlo. Pero dicho reconocimiento no implica que podamos ser ajenos a las probables consecuencias directas que, ni siquiera por lo elevado del propósito, se podrían evitar.
A riesgo de parecer poco sensible, esta subida, al menos por su cuantía, puede llegar en mal momento. Esperar unos meses – sí, solo unos meses-, quizás habría sido más razonable. Después de dos años de fuertes aumentos de costes -con la salvedad de su moderación en algunos de ellos desde verano-, y del escaso aumento de márgenes en buena parte de los sectores productivos (a pesar de lo que se dice no hay aumentos generalizados y menos, si los hubiera, que no puedan explicarse por razones ajenas a la inflación), la situación financiera de muchas empresas no debe ser hoy la mejor.
Una economía que se ha ralentizado de forma abrupta no es tampoco el mejor contexto y a ello, sumen, los aumentos aún perceptibles de no pocos precios. Todo se confabula para que una subida de costes por razones políticas no ayude al propósito necesario de moderar la inflación. Es obvio que hablamos de un porcentaje de los salarios. Además, esta posibilidad depende del margen que tenga nuestra economía para asimilar nuevos “shocks”.
Sin embargo, no es menos razonable tener presente que el margen de acción tras más de un año de inflación elevada se va estrechando cada día y que, por lo tanto, esta medida quede en nada al poder favorecer a la inflación.
Esta medida se une a la subida generalizada de las pensiones que, además de afectar negativamente a la equidad del sistema, exige nuevos ingresos a través de un aumento de las bases de cotización máximas, a la que se le une el propio aumento que supone el incremento del SMI. Estas derivadas introducen nuevas fuerzas que insuflan energía a la inflación y, además, por dos vías, demanda y oferta (costes), lo que implica que el ansiado pacto de rentas, si es que a esto se le puede llamar como tal, trabajaría en el sentido contrario al deseable.
Y es que hay repetirlo cuantas veces sea necesario: lo que hemos sufrido en estos meses es un aumento del precio relativo de bienes importados. Esto empobrece al país, y sus gentes, sin que sea posible esquivarlo. La función del pacto de rentas es diseñar un reparto del coste total, de modo que minimice el coste social y económico.
El objetivo es evitar una carga desmesurada entre quienes ya sufren demasiado, pero a su vez evitando al máximo un riesgo inflacionario. Por ello, cuesta entender que una subida indiscriminada de pensiones sea lo mejor en estos momentos y de que, quizás, no haya medidas menos punzantes para la cadena productiva que elevar el SMI y que logre los deseados objetivos.
Podemos estar jugando con fuego. No hemos vencido aún a la inflación y los datos de enero, a pesar del ruido que mandan los diferentes cambios metodológicos aplicados desde en 1 de enero, nos recuerdan que la bestia aún no ha expirado. Ante esto, celebramos aplicar políticas “para la gente” sin entender que, en muchas ocasiones, podemos estar ofreciendo pan para hoy y hambre para mañana. Insisto, el objetivo puede ser compartido, pero los modos, formas y tiempos quizás entendamos algunos que no son los mejores.
Es muy impopular decir que hay que prepararse para ser algo más pobres y que debemos reflexionar sobre cómo asimilamos la carga. Pero con políticas de tan amplío espectro (pensiones) con consecuencias distributivas en muchos casos regresivas, no lo estaremos haciendo bien. Si además, alentamos la inflación, estaremos postergando, mientras se amplían el coste de los ajustes necesarios, la asimilación de la realidad.